¡Vuelvo aquí luego de tres años! Bueno… Hace poco me puse a pensar en mi experiencia en la universidad y cómo esa etapa para mí fue muy distinta a la de cualquier compañero sin discapacidad.
La mayoría de chibolos/as que ingresan a la universidad van con la expectativa de descubrir cosas nuevas, conocer chicos/as para salir, andar en juergas, etc. Yo antes de pensar en todo eso solo rogaba sobrevivir.
Yo estudié mi secundaria en un colegio en el que mis compañeros y profesores me sobreprotegieron todo el tiempo. Casi nunca salía de casa porque no sabía movilizarme sola, siempre tenía que hacerlo con mi mamá, la señora que trabajaba en mi casa o con amigas.
Tenía algunos amigos con discapacidad (tuve un novio con discapacidad también) y ahí acababa mi vida social.
Cuando ingresé a la universidad encontré un espacio gigante lleno de jóvenes sin discapacidad (que obviamente no se parecían a mí), y sentía que ellos mismos lo notaban. Me acuerdo haber ido a una reunión de cachimbos y haber estado solita a un costado porque nadie me hablaba, me fui triste y sentí que nunca iba a encajar.
En ese tiempo también me tocó afrontar un duelo, y mientras aprendía del dolor de una ausencia e interactuaba con mis escasas habilidades sociales, me dije tengo que dejarme de huevadas, voy a empezar a movilizarme sola.
Y así fue, a finales del 2012 y comienzos del 13 empecé a andar sola con el bastón en la universidad. Todavía recuerdo la primera vez que encontré sola un salón y grité de felicidad, creo que había personas a mi costado, no me importó, ellos nunca iban a entender lo que yo estaba sintiendo en ese momento… ¡qué importaba si el chico que me gustaba no me daba bola!, yo estaba aprendiendo a ser alguien independiente y eso eclipsaba cualquier ilusión amorosa.
Nunca supe lo que fue salir con alguien a inicios de la carrera, porque mis compañeros no me hablaban y para mí era difícil arrancar las conversaciones. Además, tenía que lidiar con mi nuevo compañero el bastón, y obviamente sentía que andar con él me hacía poco atractiva. Es más, todos los chicos que a mí me gustaban se fijaban en mis amigas.
Pero no era difícil olvidar ese fracaso social, porque tenía otras preocupaciones. Debía concentrarme en perseguir a los profesores para que me enseñen bien los cursos, en buscar grupos de activismo, en buscar libros que me ayudaran a entender por qué había momentos en los que me sentía tan miserable por ser distinta, etc.
Mientras la gente chapaba en letras yo abrazaba mi diversidad y los inicios de mi autonomía. Quizá esa diferencia hacía que me sintiera tan lejana del resto, porque ninguno de mis compañeros iba a ser capaz de celebrar que haya encontrado la biblioteca sin perderme o que haya conseguido que me exoneren de un curso inaccesible.
A veces pienso que mientras otros estudiantes ingresaron siendo adolescentes o jóvenes, yo ingresé siendo una niña que salió de su zona segura para meterse al mundo real, un espacio excluyente y repleto de prejuicios, una niña que tuvo que madurar de golpe para defenderse de la discriminación, una niña que iba aprendiendo a ser un poquito libre un día a la vez.
Escribo esto porque ahora mismo, con casi 30 años, también me siento distinta al resto. Mientras amigos y compañeros se andan yendo a vivir solos, formalizando sus relaciones, estudiando maestrías, etc., yo me pregunto todos los días si lograré ser una adulta totalmente independiente algún día.
Cuando mis amigos me cuentan sus proyectos de vida yo les escucho entusiasmada, pero al mismo tiempo me pregunto, internamente, si yo algún día lograré todo lo que ellos dan por sentado. Y en ese preciso momento, aunque no lo diga en voz alta, siento que existe una barrera entre ellos y yo. Quizá aún mis amigos no entiendan (y quizá jamás lleguen a entenderlo) lo importante que es para mí prepararme el café en la mañana. Para ellos es algo convencional, para mí es, aunque parezca absurdo, un paso hacia mi ansiada libertad.